sábado, 19 de febrero de 2011

EXTREME LOVE

Un rasgo propio de nuestros días es el deseo de vivir experiencias límite: lo vemos en algunos deportes de reciente creación, o simplemente en conductas cotidianas excesivamente arriesgadas. ¿A qué responde? Tengo para mí que es un rasgo –desgraciadamente muy mal encauzado con frecuencia- del deseo de absoluto que anida en el corazón humano.



Jesús -en el Evangelio de este domingo- viene a poner sentido y dirección a ese potente anhelo de infinito. Nos pide que amemos hasta el extremo. Ésa es la medida, no sólo con los amigos –que se da por supuesto- sino con nuestros mismísimos enemigos: pon la otra mejilla, sé generoso, haz el bien. El Señor tiene la osadía de lanzarnos a un perdón y a una benevolencia que superan lo humano a la vez que lo realizan. ¿Cómo es posible? El fragmento del Levítico que escucharemos en la primera lectura nos da la clave: “Seréis santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Es Él quien nos da la fuerza y el coraje para amar a nuestros enemigos y rezar por nuestros perseguidores. Y con ello nos da lo más grande: su misma vida. Ésta es la vocación de todo hombre, ser perfecto como el Padre, es decir, tener su Amor, su Misericordia, participar de su Gloria.



Nos parece inalcanzable e inconcebible. Sólo el testimonio de Cristo, y el de tantos cristianos a lo largo de la historia, nos convencen de que es posible vivir en el extremo. A él nos lleva el Espíritu Santo que habita en nosotros, que nos hace templos de Dios, nos dice san Pablo en la segunda lectura. Y concluye, como hacemos hoy nosotros, con la certeza de que todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.

Feliz domingo. 

sábado, 5 de febrero de 2011

SAL DE LA TIERRA, LUZ DEL MUNDO

Está claro que quienes proponen –o más bien exigen- a los creyentes que reserven para el ámbito privado su vivencia religiosa no han leído el Evangelio, o al menos no han leído el pasaje que este quinto domingo del tiempo ordinario proclamaremos en la Eucaristía. “No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” dice el Señor; y por si no quedaba claro, concluye con estas palabras: “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el Cielo”

No podría ser de otra manera. El fuego de la fe, la esperanza y la caridad no nos ha sido regalado para ocultarlo bajo una campana –que lo ahogaría- sino para que ilumine, caliente y enardezca nuestra vida, y la de nuestros prójimos. Es la dinámica del don: lo que hemos recibido ha de ser entregado, propagado, difundido.



Nuestro mundo entiende y aprecia las obras de caridad que la Iglesia y sus hijos llevan a cabo. Es difícil leer al Profeta Isaías en las palabras que hoy nos dirige (Is 58, 7-10) y no pensar en tantas instituciones entregadas a los más necesitados. “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo”. Las Hijas de la Caridad, las Hermanitas de los pobres, la familia hospitalaria de san Juan de Dios, las Misioneras de la caridad y tantísimas otras familias religiosas –por no hablar de Cáritas o Manos Unidas- pueden decir con humildad y verdad que siguen los pasos del Señor, las buenas obras a las que Jesús nos lanza.



A ningún simpático laicista se le ocurriría decir –al menos nunca lo he oído- que los cristianos debemos practicar la caridad en nuestro ámbito privado, en el fuero interno. Que los comedores para pobres y las casas de acogida molestan, y que igual que los crucifijos, deben ser erradicados de la vida pública.



Quizá no entiendan, y hoy nos lo viene a recordar san Pablo (1 Co 2, 1-5), que los cristianos somos, vivimos y proclamamos no una filosofía, menos aún una ideología, sino a Cristo, y éste crucificado. Y por eso no podemos dejar de servir al prójimo ni de anunciar el Evangelio, y ambas realidades de forma inseparable.



Todo ello con debilidad, temerosos a veces por nuestro barro, pero firmes en el poder del Espíritu, que nos hace sal de la tierra y luz del mundo, una luz que no es nuestra, pero que nos ha cautivado. Qué hermosa misión, hermanos en Cristo, nos ha dejado el Señor. Que brille para gloria de nuestro Padre.

Feliz día